
Ella se acuesta de lado mirando hacia la ventana, de espaldas a él. Él ocupa media cama, boca arriba, bien estirado. No se rozan. A ella se le escapa una lágrima, me lo ha dicho mi compañera. Yo noto cómo tiembla levemente y se encoge sobre sí misma un poco más. La consuelo con mi peso, la acaricio hasta que se duerme. Ocurre casi todos los domingos.
Por la mañana le cuesta mucho levantarse, me gusta envolverla y pegarme a su cuello, entre la mandíbula y el hombro, bien recogida. Siento su respiración pesada que se convierte en un suspiro eterno cada vez que retrasa el despertador. No consigue abrir los ojos los lunes cuando la noche ha sido sucinta y densa. Finalmente sale de la cama y me lleva hasta el piecero, abre un poco la ventana y se nos quitan las legañas con el aire fresco. Él se levantó antes, de un salto, como si mi colega bajera le hubiera escupido de la cama, pero a fe sé que nunca haría tal cosa; no le gusta quedarse fría. Ella regresa al dormitorio, me estira y me devuelve a mi sitio, junto a la almohada, remetida bajo el colchón, como si tuviera miedo de que me escapara en su ausencia. Espero que llegue la noche, dormida, hasta que me anuncie mi hora de volver al trabajo.
Las noches de los lunes son generalmente tranquilas, se le nota la pesadumbre del día. No hay lágrimas ni lamentos, solo sueños por cumplir que su ocupación se encarga de ahogar. Me acomoda bajo sus axilas mientras lee unas páginas de un libro, igual que hace él. Se dan un beso tierno, apagan la luz y se giran cada uno hacia su lado en busca de los dulces brazos de un tal Morfeo.
El martes por la mañana se repite la tarea del estiramiento, y así todos los días, pero ya sin el desánimo de los lunes, solo con cierta apatía, la normal de un acto rutinario. Por las noches lo mismo: un ratito de lectura, un beso, buenas noches y comienza mi trabajo de ensueño. La cubro como mejor sé, me dejo caer pesada en invierno, levito en verano. En la etiqueta de composición y lavado no lo indica, pero estoy hecha a prueba de miedos y demonios, me encargo de espantarlos con mi escudo protector, aunque la maldita luz del móvil complique mis atribuciones.
Tengo noches que son mis favoritas, cuando el pequeño de la familia se destapa y entran monstruos en sus sueños, entonces viene hasta nosotros a encontrar cobijo en el regazo de su madre. La ternura se multiplica entre mis hilos de algodón y se desmadejan sobre ese cuerpo menudo que se consuela en el único lugar del mundo donde nada malo puede suceder. Aunque el pequeñajo se mueva como los cubiletes de un trilero y nos golpee sin piedad, la noche merece la pena. Qué más da, ya disimularemos las ojeras y cargaremos más la taza de café.
La semana transcurre sin novedad hasta la noche del viernes. En ese día, algunas veces, mi trabajo comienza más tarde, huele a perfume y tabaco, y ellos se aprietan bajo mi manto. Se revuelcan y se abrazan, tiran de mí con fuerza para cubrir sus cuerpos desnudos y después, de una patada, me empujan de mala manera hasta un lado de la cama mientras sus risas rebotan en el colchón. Sé que lo hacen por amor, que no es nada personal. Respiro un fuerte olor a deseo tras un movimiento violento, unas gotas de sudor, sacudidas que me alcanzan, unos jadeos, hasta que llega la calma. Entonces vuelven a agarrarme con fuerza y me arrastran a mi sitio para cubrirse hasta el cuello en un todo bien engranado.
Es en esas noches cuando más disfruto de mi trabajo, cuando cobra todo el sentido mi función acogedora: pierdo el almidón y me torno más humana. Qué puede ser capaz de transferir todo su sentimiento a un pedazo de lienzo sino el amor. En mí quedan sus huellas, la pasión de su exaltación, la serenidad que da saberse seguro en los brazos de quien ama. Y yo, más que testigo, soy una más en el reparto de emociones.
Los sábados por la mañana se abre de golpe la puerta del dormitorio y sobre mí se abalanza el pequeño de la casa. Da igual si sus padres han dormido poco, si se han amado mucho, él busca despertarles con el entusiasmo de sus cuatro años. Les pide el desayuno, les pide ir al parque, les pide tantas cosas para no separarse de ellos que no tienen más remedio que callarle con cosquillas. Me encantaría ser almohada en esas mañanas de juegos y participar junto a ellos de sus guerras y alegrías. Vuelve a merecer la pena terminar hecha un burruño sobre el suelo, porque no hay mejor despertar que las risas impregnadas en la cama.
Si hay suerte, por la noche se repite la escena del viernes, con sentimientos más leves a veces, otras, más ebrios, más torpes. Aun así, al terminar acojo sus cuerpos con la misma calidez y los acuno en mis brazos para que descansen. Contrasta la relajación de esas noches con la agitación del domingo, cuando la inquietud vuelve a empezar, y pienso que ella debería descubrir qué la atenaza, porque solo la siento feliz cuando deja escapar todas esas emociones que en la semana no se permite. Me consta que él la quiere, que no hay nada que los separe, más que el peso de unos días que la aplastan cuando sale de casa. La almohada lo comenta, “solo descansa dos noches”, y pienso si deberíamos rebelarnos todas sobre el colchón para que actúe y cambie, como cuando nos lava los domingos para volver frescas a desempeñar nuestra misión. Tiene que atreverse a cumplir los sueños que no la dejan dormir.