Relatos

SOLO SILENCIO

En la sala 14 del tanatorio no cabe nadie más y el ruido no cesa. Algunos de mis tíos y amigos de la familia están sentados en los sofás, todos acompañando a mi madre, que charla anestesiada como si nada hubiera ocurrido. Mis primos entran y salen, mis amigos están pendientes de mis movimientos, que no son tales: tan solo recibo a todas las personas que se acercan a darme un abrazo. Mantengo alguna conversación de cortesía con los menos allegados y saludo de nuevo al que me pregunta detalles del entierro sin saber si ya lo hice antes. Han transcurrido 24 horas desde que entré contigo en una sala tan concurrida como la del velatorio, con gente esperando en asientos menos confortables. La sala del día anterior era blanca también, decorada con cuadros vacíos y carteles pidiendo silencio, como esta misma. Tuve que convencerte para ir después de tomarte la temperatura. No era la primera vez que acudías a aquella sala, pero no la reconociste. Tampoco a mí, a ratos, y te dirigiste a la enfermera para pedirle agua en vez de avisarme a mí. Sin embargo, insistías en preguntarme en voz alta por qué estábamos allí, cada vez más alterado, y me exigías que te llevara a tu partida de mus, que llegabas tarde. En un susurro te di diez motivos distintos, aunque podría haber sido el mismo cada vez. Entró un enfermero en la sala anunciando tu nombre y no reaccionaste. Dejaste que te sentaran en una silla de ruedas y nos dirigimos a Radiología. Protestabas por el frío, inventabas excusas, prometías no quejarte con tal de salir de allí. En la sala 14 del tanatorio, mirando hacia tu ataúd abierto donde no te reconozco, me pregunto si pedías regresar a casa entonces porque intuías lo que ocurriría después.

De vuelta a la sala de espera, preguntaste por mamá. Tenías un brillo en los ojos que no había vuelto a ver desde que tu mirada se perdió. Estabas guapo, con tu camisa de cuadros rosa y la chaqueta verde caza de punto; tenías buen color de cara, aunque fuera invierno. Todavía se adivinaba ese aire de galán de cine, tanto que la señora de la silla de al lado nos dijo con cierto coqueteo que no parecías enfermo. Lo tomé como un piropo, aunque después pensé si no esperaba que nos marcháramos para que la atendieran antes. Pasaron dos horas, pediste agua de nuevo y preguntaste qué hacías allí. Inventé una nueva excusa y te convencí de que esperábamos a mamá. Siempre funcionaba si la espera era por ella. Entró una enfermera nueva y dijo tu nombre completo. Te pusiste de pie y contestaste “¡ya era hora!”. Nos pidió que la acompañáramos y, al llegar a la puerta que indicaba Urgencias, se giró para advertirme que yo no podía pasar más allá. Dijo que te quedabas ingresado, que me irían informando, sin más. Te tomó del brazo, te llamó por tu nombre y te ordenó con dulzura que te fueras con ella. Te vi sonreír al abrirse las puertas automáticas. Caminaste al lado de aquella enfermera muy erguido, ensanchando el pecho, presumido como antes. La siguiente vez que te vi tú ya no estabas allí. Tu cuerpo parecía más pequeño, tu gesto era sereno y tu piel macilenta. No había nadie alrededor, solo se oía el silencio.

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