
El día de Nochebuena siempre era un día de emociones contrapuestas. Por un lado, la alegría de prepararlo todo para que mi hija recibiera los regalos de Papá Noel. También la ilusión de descubrir algún pequeño detalle de mi marido y de sorprenderle yo con alguna tontería. Pero, por otro lado, la visita de mi madre era siempre motivo de conflicto: lo criticaba todo, siempre arremetía contra Arturo, que terminaba explotando, y la noche se convertía en una batalla verbal. Con razón me encontraba así aquel día, con los nervios disparados y un terrible dolor de cabeza. La pobre Lucía se llevó un par de reprimendas sin razón, tan solo porque, a mis treinta y cinco años, mi madre seguía ejerciendo sobre mí un control fuera de lo común.
Con el fin de evitar sorpresas inesperadas, había elaborado una lista con todo lo necesario para que la cena y la casa estuvieran en perfecto estado de revista, y así limitar al máximo los motivos de disputa con mi madre. Una hora antes de la prevista para su llegada, metí la pularda al horno, a baja temperatura, no fuera a quemarse, y, mientras ponía la mesa, le pedí a Arturo que colgara del quicio de la puerta de entrada la estrella de Navidad que mi madre nos regaló el año en que nació Lucía.
–¿De verdad tenemos que hacer esto todos los años? –se quejó como siempre Arturo.
–A mi madre le gusta comprobar que apreciamos sus regalos. Y a la niña le hace ilusión, ya lo sabes –intentaba convencerle.
–Si al menos se hubiera preocupado de buscar una estrella más navideña…
Arturo seguía despotricando mientras colocaba una chincheta en el marco exterior de la puerta y que así la estrella fuera lo primero que viera mi madre al llegar. La pequeña Lucía, que ya llevaba puesto el vestido que también compró mi madre para este día, aunque le tiraba de sisa, miraba absorta las maniobras de su padre sobre la banqueta con el fin de que el hilo de nylon que sujetaba la estrella quedara a la altura correcta.
Encendí una vela de vainilla, el aroma favorito de mi madre, di un último repaso a la disposición de la mesa y de toda la decoración navideña, y revisé el aspecto de mi familia con el rigor de un sargento inspeccionando a su pelotón antes del desfile. Exactamente a la hora acordada, mi madre llamó al timbre. Abrimos los tres la puerta con una sonrisa forzada en nuestras caras:
–¡Feliz Navidad, mamá!
–Hasta mañana no es Navidad –fue toda su respuesta– ¿No vais a dejarme pasar?
–Alicia… –no le dejé proseguir a Arturo. Le agarré del brazo y le obligué a hacerse a un lado para que mi madre entrara. En el momento en que mi madre se adelantó, la estrella se descolgó y uno de sus picos afilados golpeó la frente de mi madre, provocándole un corte profundo.
–¿¡Casi me matáis!? –mi madre gritaba mientras se tocaba la cabeza.
–Lo siento, mamá, lo siento. Ha sido un accidente –. No sabía cómo excusarme y apunté a mi marido– Arturo, tenías que haber puesto una escarpia para asegurar la estrella, que pesa mucho.
Arturo me lanzó una mirada asesina:
–Siempre tengo yo la culpa de todo.
Mi madre aprovechó para recriminarle:
–Nunca debería haberte casado con mi hija. Solo sirves para darme disgustos –se apoyó en la pared –. Llevadme al sofá, me estoy mareando.
Arturo la sujetó como pudo mientras ella se dejaba caer dramáticamente sobre sus hombros, la cargó hasta el salón y la hicimos recostarse en el sofá. Lucía, que se había mantenido apartada de todo el cuadro, se sentó en el sofá también.
–Creo que Papá Noel no va a venir esta noche, querida nieta –le dijo mi madre mientras intentaba acercarla a su regazo.
Mi hija levantó la estrella de la discordia, que sujetaba con fuerza en su manita, y se la clavó en el cuello sin pestañear. Mi madre se desplomó inerte sobre el resposabrazos.
–Tú no vas a echar a mi papá ni a Papá Noel –fue todo lo que dijo la pequeña.
Conseguí ahogar un grito y miré horrorizada a mi marido:
–¡Llama al SAMUR! ¿Cómo vamos a explicar esto a la policía?