Relatos

COMO UNA PELÍCULA

Me escapé de la oficina, llevaba meses sin ganas de nada, con la moral por los suelos desde que tuve la evaluación con mi jefe. Después de tanto esfuerzo, nada había salido bien: los objetivos quedaban lejos y el descrédito era mi premio. Angustiado por la presión, me refugié en un cine. Era la primera sesión de la tarde, proyectaban una antigua película bélica que me permitió abstraerme de mis pensamientos. Al terminar, parecía que nada de lo que me agobiaba existía y salí contento a la calle. El cielo lucía de un naranja intenso y al doblar la esquina, la luz brillante del sol me deslumbró, como el fogonazo de un flash, y durante unos instantes todo se volvió negro. Cuando me recuperé del impacto, no fui capaz de reconocer la calle por la que había girado unos minutos antes. Los edificios estaban derruídos, la calzada repleta de cascotes. No había rastro de los escaparates que decoraban la avenida ni de las aceras anchas por las que paseaba la gente elegante del barrio. ¿Dónde estaba toda esa gente?

Caminé como pude entre los escombros que dejaban ver el interior de tiendas y viviendas anteriormente lujosas. Nadie; la calle estaba desierta, parecía que la hubieran dinamitado. No entendía nada: hacía dos días que había pasado por ese mismo lugar de vuelta a casa. El silencio me estremeció, tan hondo, tan oscuro. El sol estaba ya muy bajo pero no había belleza en un ocaso sobre ese escenario apocalíptico. Me preguntaba cómo podía haber ocurrido semejante catástrofe mientras yo me evadía de mis propias desgracias en el cine. Me tendría que haber dado cuenta, habrían retumbado las paredes o el suelo. Habría sentido la explosión o lo que fuera que hubiese causado aquel desastre.

De entre las ruinas de un edificio, asomó un hombre con cautela. Su ropa estaba gastada, cubierta de polvo; su cuerpo enjuto, su cara arrugada. Los ojos muy abiertos, como los de un ratón que sale sigiloso de su madriguera. Miró a su alrededor y me vio. Se quedó paralizado por el pánico:

–Hola, amigo –intenté sonar afable–. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué está todo destruido?

El hombre se encogió más aún y retrocedió un paso.

–¡No se vaya! Perdone, no quiero hacerle daño. Acabo de salir del cine y me he encontrado la calle así. No entiendo nada.

–¿Del cine? –Sus ojos pasmados–. No hay cines ya. No queda nada en la ciudad desde el último bombardeo.

–Pero ¿qué bombardeo? ¿Qué ocurre? –Mis ojos empezaban a abrirse tanto como los de aquel hombre.

–La guerra santa…¿de dónde sale usted?

–¿Guerra? No puede ser. Esta mañana estaba todo en pie. Los coches circulaban por las calles, la gente se dirigía al trabajo, los niños a los colegios.

–Hace un año que empezaron los ataques. Estamos sitiados. Es cuestión de días que nos ocupen y formemos parte del Nuevo Amanecer.

–Está usted tomándome el pelo.

–¿Acaso cree que este desierto de cascotes es falso? ¿Estas ruinas, esta desolación?

Las lágrimas recorrían mi rostro, notaba la garganta seca. Sentí un pinchazo en el corazón, un dolor agudo que me atravesaba el pecho. Debía encontrar a mi familia.

–Es mejor que se ponga a cubierto. Va a anochecer y los Defensores de la Fe salen a patrullar –se dirigió calle abajo y, antes de meterse en lo que parecía una grieta en la pared, me avisó– Aquí hay un caño con agua potable, por si necesita –. Desapareció y yo me quedé mirando la estela de polvo que dejó su cuerpo menudo.

No sabía dónde esconderme o de quién. Mi casa estaba a cinco manzanas de allí, ¿seguiría en pie aún? No se me ocurría otro lugar donde buscar a mi mujer y a mis hijos. Sorteé los socavones y los restos de muros que cubrían las calles. La noche estaba cayendo y con ella la temperatura. Aceleré el paso lo que pude entre los desechos de edificios que debían resultarme familiares, pero era difícil reconocer mi barrio, no quedaba nada en pie. Al llegar al punto donde debía alzarse mi casa, unos hombres armados con fusiles me dieron el alto. Hablaban con tono amenazante. Intenté explicarles mi situación, pero en cuanto hice ademán de aproximarme a ellos, se pusieron en guardia y me dieron el alto a voces. Yo les grité que no había hecho nada, que solo quería encontrar mi casa, mi familia. Ellos me mandaron callar, nerviosos, y yo, fuera de mí, desesperado, les rogué que me dejaran entrar en lo que quedaba de mi hogar. En cuanto intenté avanzar me asestaron un golpe en el pecho con el arma que me derribó. Y todo se volvió negro de nuevo.

–¡Atrás todos! ¡Uno, dos, tres!

Sentí una corriente eléctrica que recorría mi cuerpo. Tomé una bocanada de aire, me incorporé y al abrir los ojos vi una multitud de gente a mi alrededor y un hombre vestido de verde sobre mí.

–Está bien, ha recuperado el pulso. Despejen esto, por favor –. Entonces se dirigió a mí– Tranquilo, ¿cómo se encuentra? ¿Recuerda el atropello?

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