Me gusta Singapur y me sigue resultando muy interesante -como imagino que ocurre en cualquier ciudad en la que resides por primera vez- ir a hacer un recado y descubrir un barrio singular, un parque frondoso, unas vistas deslumbrantes o una edificación curiosa. Por falta de tiempo o por pura pereza, callejeo poco por esta urbe que ofrece en su reducida extensión una inmensa diversidad. No es que no sea fácil perderse por calles de nombres impronunciables, es que, aunque me guste caminar por aquí y por allá, pasar una mañana mirando con otros ojos la ciudad no siempre es posible.
El caso es que hoy he tenido la oportunidad de revisitar un barrio encantador: Tiong Bahru. El nombre significa «nuevo cementerio» y viene del hokkien (dialecto chino) y del malayo. Se ha puesto de moda, con el toque hipster que le dan las pequeñas tiendas, galerías y cafés abiertos con mimo, espacios sencillos con detalles primorosos. Al ser una de las últimas zonas de viviendas sociales renovada por los ingleses en los años 20, muchos edificios, en su mayoría de no más de cinco plantas, son de estilo art déco con líneas redondeadas, sin perder la austeridad de las casas de protección oficial y el aire pintoresco de sus inquilinos multirraciales. Lo más atractivo es que mantiene la esencia de un barrio, como un Malasaña oriental, con su mercado, su templo chino, sus calles pequeñas y semicirculares. Serán esas redondeces las que invitan a pasear por los soportales de las casas, decorados por farolillos rojos, y salpicados por algunas puertas de colores que destacan sobre el blanco de las paredes. Sortear las mesas de plástico en las terrazas de locales sombríos, donde los vecinos almuerzan sopas que no me atrevo a probar. Ancianos con paso lento contrastan con el bullicio de los comercios, que ofrecen desde escobas a vestidos de rayón, desde pescado a especias irreconocibles.
La lluvia de la madrugada ha dejado charcos por la calzada y una incipiente humedad que agudiza los olores que despide el mercado: mariscos, caldos, condimentos, frutas tropicales. Por encima de todos, el aroma del café en sus distintas facturas, del clásico expreso al kopi local, se alterna en los locales que recorren el vecindario con más o menos solera. Mi chica Frida lo olfatea todo, cada esquina, cada canalón que desagua en la vía, las baldosas de las aceras y los bordillos que las protegen. Pasear con mi perra me permite observar las calles desde una nueva perspectiva, con más calma, parando a percibir todo lo que nos rodea. Es posible que esté practicando el mindfulness gracias a ella, aunque por ahora lo que me facilita es la conversación con transeúntes interesados en su especie. Y así termino el paseo, de charla con una entrañable señora mayor, de origen chino, con la que me hubiera quedado un buen rato a escuchar su vida. Pero siempre falta tiempo para esos pequeños lujos.
Justo hoy he comido allí un chicken Murtabak legendario. Es un barrio fascinante.
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